Era un martes cualquiera en el parque central. Bajo la sombra de un guayacán florecido, Laura y Andrés sostenían una conversación cargada de silencios. No se gritaban, pero en sus pausas se percibía un cansancio profundo. No era la primera vez que discutían. Lo que alguna vez fue complicidad, ahora era distancia. “Ya no me escuchas”, dijo ella, con voz entrecortada. “Solo quiero un poco de paz”, respondió él, evitando su mirada. Esta escena, tan cotidiana como universal, revela una verdad que los profesionales en salud mental conocen bien: las relaciones de pareja son uno de los principales determinantes del bienestar emocional. En ellas convergen la historia personal, los modelos de apego y las habilidades emocionales que aprendimos —o no aprendimos— a lo largo de la vida. En terapia de pareja se observa con frecuencia cómo la comunicación deteriorada, la falta de empatía o la dificultad para regular las emociones terminan erosionando el vínculo. No se trata solo de amar, sino de saber sostener el amor sin que implique perderse a sí mismo. Diversos estudios en psicología positiva y salud mental han mostrado que una relación de pareja saludable actúa como un factor protector frente a la ansiedad, la depresión y el estrés. La conexión afectiva genera seguridad emocional, sentido de pertenencia y apoyo social. Sin embargo, cuando la relación se torna conflictiva, el mismo vínculo puede transformarse en un factor de riesgo, aumentando la vulnerabilidad psicológica y afectando la autoestima. Laura, tras aquella conversación en el parque, decidió buscar acompañamiento terapéutico. Descubrió que había desarrollado una forma de apego ansioso, en la que su bienestar dependía de la aprobación de su pareja. Andrés, en cambio, reconoció un patrón evitativo, donde el silencio y la distancia eran mecanismos de defensa frente al miedo a la confrontación. Comprendieron que el amor no se trata de llenar vacíos, sino de compartir desde la plenitud emocional. Semanas después, se reencontraron. No sabían si su historia continuaría, pero ambos habían entendido algo esencial: una relación sana no se mide por su duración, sino por la calidad emocional que produce en quienes la viven

Amar implica construir, pero también reconocer cuándo es necesario poner límites. El bienestar emocional no depende únicamente del otro, sino de la capacidad de autorregular, comunicar y sanar las heridas personales que inevitablemente emergen en la convivencia. En palabras de la psicología humanista, amar maduramente es elegir al otro sin dejar de elegirse a uno mismo. Cuando el vínculo promueve crecimiento, comprensión y equilibrio, se convierte en una experiencia transformadora. Pero cuando se vuelve fuente constante de angustia, es el propio bienestar quien reclama su espacio. Porque el amor, cuando es genuino, no debería doler: debería acompañar; y en ese acompañar, ayudarnos a ser —y sentir— mejores versiones de nosotros mismos.





